José Luis Panea, Universidad de Castilla-La Mancha
Por primera vez en su historia, el Festival de Eurovisión se ha cancelado. Desde su debut en 1956 nunca había sufrido interrupción. Hasta este 2020 ha sido el evento televisivo más longevo de la televisión, con 64 años. Una proeza consecutiva de la Europa de Posguerra y un símbolo de su unidad simbólica a través de la canción ligera y el espectáculo.
Eurovisión ha presenciado momentos delicados que arriesgaron su celebración en las distintas sedes escogidas para albergarlo (a menudo capitales europeas), desde crisis diplomáticas o conflictos armados hasta desacuerdos en su organización. Pero un enemigo invisible, el coronavirus, ha resultado más letal que todas las tensiones y teorías conspiranoicas que caracterizan (y asuelan) al certamen.
Un espectáculo político
Han sido 64 años de Festivales, cada uno de ellos ilustrando los gustos estéticos y las afinidades transnacionales de su tiempo, por tanto derivando en un evento inevitablemente político. En él concursan naciones más que cantantes (de hecho, en el scoreboard aparece el nombre de los países y no el de sus representantes).
Se trata de una competición, por lo que se otorgan puntos entre los participantes, con un sistema de votación farragoso y apuestas que promueven el cariz competitivo. Además, su enorme repercusión turística y mediática deviene la arena propicia donde exhibir los hitos técnicos audiovisuales del momento, como en las Exposiciones Universales.
Toda representación esconde un artificio (en el medio audiovisual, por ejemplo, el artificio está en el montaje). Eurovisión también: en la selección de lo que decide mostrar despliega determinados modos de ver. Así, las televisiones nacionales participantes hacen de este carácter político un espacio para el encuentro y el intercambio cultural.
A menudo nos quejamos de que “Eurovisión es todo política”. Así es: todo es político siempre que implique representación. Esto decía Hal Foster: nunca estamos “fuera de la representación” y, por tanto, “fuera de la política” (1983). Por ello, entremos al juego de Eurovisión y desentrañemos la profundidad de sus imaginarios.
¿Es música de calidad?
Probablemente el principal prejuicio que tenemos con respecto al certamen es acerca de la calidad de su música. Pero no es un concurso de canciones, sino de historias cantadas. Como se trata de un programa de televisión, no de radio, no interesa tanto la música en sí (en contra de su concepción original, como explica Aida Kamenkova), sino su conjunción con las narraciones que despliega a través de la imagen en movimiento.
Si bien en las competiciones deportivas el triunfo radica en una cuestión medible objetivamente, aquí los términos de calidad son subjetivos, multidimensionales y dinámicos, por tanto su valor es performativo. Pone a prueba, siguiendo la terminología de Pierre Bourdieu, el capital simbólico y los gustos estéticos inconscientemente consensuados de un determinado momento.
¿Cómo de importantes son las nacionalidades?
La cuestión de la nacionalidad es maleable, porosa, admite contaminaciones: el país que ganó el año pasado puede quedar el último este año, el cantante puede interpretar su tema en el idioma de su rival o de cualquier otro e incluir referencias de otras culturas (pensemos en la apropiación cultural).
Sistemáticamente los eurofans intercambian banderas, apoyando a países ajenos si la canción les gusta, lo que les lleva a interesarse por culturas que de otra manera probablemente no conocerían tan jovialmente. En ese sentido se diferencia del fútbol al no generar adhesiones fijas sino más flexibles.
Por ello Eurovisión resulta eminentemente sincrético. Una suerte, en palabras de Jean Baudrillard, de “ficción sin referente”. Como en el intervalo Love love, peace peace que los presentadores de Estocolmo 2016 parodiaron. Pero las parodias no tratan asuntos triviales: condensan cuestiones profundas del comportamiento humano.
Propuestas cada vez más sofisticadas y satíricas
Este 2020 prometía. Rusia se presentaba con el conjunto Little Big, autodefinidos como “un proyecto de arte satírico que se basa en la música, las imágenes y el espectáculo, a modo de burla de varios estereotipos nacionales rusos”. Bailable, sencillo y pegadizo, el tema, de corte rave con un toque chachachá, titulado Uno, era interpretado en inglés pero con el siguiente estribillo en castellano: “uno, dos, cuatro”.
Su mayor distintivo, la coreografía del bailarín Dima Krasilov, un señor con sobrepeso derrochando seguridad y talento. Además, todos los miembros del grupo iban ataviados de trajes setenteros. No obstante, interpretaban el festivo tema con una seriedad implacable, con lo que percibimos un humor negro subyacente que nos lleva a confrontar ciertos valores.
Ironizan con el estereotipo ruso, pero a la vez su país los escoge como representantes, siendo este uno de los que se toma el Festival más en serio, con frecuencia a través de sofisticadas superproducciones. Mezclan elementos setenteros (la época en la que aun existía la URSS), camisas de cuello de pico y pantalones de campana, con rasgos latinos. Y, por supuesto, Krasilov suscita un debate sobre la gordofobia tentando moralmente al espectador a reírse de su figura.
Todo ello incita a pensar acerca de qué entendemos por identidad nacional, qué debe ser una buena canción para un certamen europeísta, qué expectativa tiene Europa de Rusia y viceversa. En definitiva, cómo nos imaginamos en tanto comunidad transnacional a través de la imagen.
Coda: un mayo histórico
Va a ser un mayo histórico sin Eurovisión. Puestos a generar narrativas, factores y desencadenantes, este 2020 no implica un adiós sino un Hasta la vista, baby, como propugnaba otra de las canciones de este año, la de Serbia, antiguo aliado de Rusia.
(Sí, y como decía Schwarzenegger en Terminator 2. Pero como Eurovisión es la arena de la apropiación/negociación cultural, ese mismo estribillo ya apareció en la canción de Ucrania en 2003 y Bielorrusia en 2008. Los del Este, que se copian entre ellos).
José Luis Panea, Contratado Post-doctoral del Plan Propio de la UCLM. Departamento de Filosofía, Antropología, Sociología y Estética., Universidad de Castilla-La Mancha
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.