Ángela García-Alaminos, Universidad de Castilla-La Mancha; Guadalupe Arce González, Universidad Complutense de Madrid; Jorge Enrique Zafrilla Rodríguez, Universidad de Castilla-La Mancha y Mateo Ortiz, Universidad de Castilla-La Mancha
En 2018 el nobel de Economía Joseph Stiglitz publicó “El malestar en la globalización. La antiglobalización en la era de Trump”, una actualización de su libro más importante.
En esta revisión señala la importancia de gestionar la globalización de manera que beneficie, si no a todos, al menos sí a la mayoría de los participantes en el proceso. Esa gestión que propone Stiglitz implica el control, por parte de gobiernos y consumidores, de las empresas multinacionales. Así se intenta reducir los daños económicos y sociales generados por la globalización.
El poder económico de las corporaciones intensifica los procesos de deslocalización de su actividad, lo que les permite maximizar sus beneficios. El problema está en que esos rendimientos empresariales generan consecuencias negativas de carácter social. Una de ellas es el trabajo forzado.
La esclavitud se ha ejercido en distintas civilizaciones desde hace milenios. Sin embargo, muchos ignoran que esta práctica atroz es una realidad todavía hoy.
Las especias: razón de ser de la primera multinacional
Hace más de 400 años ya existían compañías globales. En 1602, Holanda promovió la creación de un monopolio (garantizado durante 21 años) para controlar el comercio de especias entre Asia y Europa. Así nació la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales, la primera multinacional de la historia.
Pionera como inversora extranjera en Asia y África y empleadora transcontinental (llegó a tener más de 50 000 empleados), su poder era inmenso. Entre sus potestades estaban la creación de colonias y lanzar campañas militares de conquista.
Todas las decisiones tomadas en las colonias pivotaban en torno al objetivo de incrementar el beneficio de la corporación. Y fue en esos asentamientos en África y Asia donde esta protomultinacional contribuyó a consolidar un modelo comercial a gran escala basado en el trabajo esclavo.
Si bien la esclavitud era una práctica ya instaurada en esos continentes, la corporación neerlandesa aprovechó los bajos costes laborales característicos de la mano de obra esclava para hacer prosperar su negocio.
Lamentablemente, lo que podría parecer una práctica extinta y relegada a una época de abusos coloniales, tiene actualmente mayor vigencia de la que pensamos.
Conceptualizando la esclavitud laboral en el siglo XXI
La Organización Internacional del Trabajo estableció la definición vigente de esclavitud laboral en la Convención sobre el Trabajo Forzado Nº 29 de 1930. Este concepto se entiende como “todo trabajo o servicio exigido a cualquier persona bajo amenaza de sanción o castigo y para el cual la persona no se ha ofrecido voluntariamente”.
Actualmente, este fenómeno continúa, en gran medida, oculto a ojos de las administraciones. Afecta principalmente a la economía informal y al ámbito rural de regiones como Centroamérica, África o las zonas más deprimidas de Asia.
Algunos de los condicionantes detrás de esta lacra son:
La vulnerabilidad de economías rurales aisladas y de migrantes en situación de desamparo.
La contracción de deudas abusivas cuyo pago se exige en forma de trabajo.
El poder de ciertas redes delictivas que explotan a personas en sectores con alta estacionalidad, como el agrario.
Todos estos factores hacen que uno de los principales retos a la hora de acabar con estas prácticas lamentables sea su detección y cuantificación.
Uno de los organismos que tratan de contribuir a la lucha contra este problema global es la Oficina de Asuntos Laborales Estadounidenses (US-ILAB), la cual elabora periódicamente un informe de bienes producidos con trabajo infantil o trabajo forzado en todo el mundo.
A pesar de que gran parte del trabajo indigno se origina en economías emergentes, en la edición de 2020 de su informe, US-ILAB pone especial énfasis en la responsabilidad empresarial en la lucha contra este problema, especialmente en la de las grandes compañías globales con una cadena de suministro de gran dimensión.
Producción global y trabajo indigno
Una buena parte de las fragmentadas cadenas globales de producción está dominada por empresas multinacionales que, en su búsqueda de aminorar costes, toman decisiones alejadas de la ética, la seguridad y los estándares laborales de los países desarrollados.
Prácticas como la deslocalización de partes de la producción (offshoring) o la subcontratación (outsourcing) permiten a estas empresas maximizar sus beneficios sin tener que asumir ni internalizar las consecuencias negativas de un modelo de negocio intensivo en la creación de trabajo indigno.
De hecho, la suma de proveedores y subcontratas que conforman la cadena de producción de muchas multinacionales hace que se diluya la responsabilidad al respecto.
Aunque es complejo determinar quiénes son los culpables de que la esclavitud laboral se siga perpetuando en pleno siglo XXI, no lo es tanto cuantificar cuántas personas sufren esa lacra como consecuencia directa o indirecta de esas prácticas empresariales.
Nuestra última publicación en la revista internacional Economic Systems Research trata de arrojar algo de luz al respecto, poniendo el foco en el caso de la huella de trabajo indigno arrastrado por las multinacionales estadounidenses.
Si bien es cierto que el trabajo indigno implica a otros muchos agentes económicos, es interesante concretar el papel desempeñado por estas empresas estadounidenses, no solo por la magnitud de sus operaciones, sino por su influencia y poder en mercados de todo el mundo.
Poniendo números a las decisiones
En 2013, las filiales estadounidenses localizadas fuera de EE.UU. generaron 124 110 casos de trabajo forzado en las distintas fases de sus cadenas globales de producción.
La mayor parte de esos casos están relacionados con filiales ubicadas en India, Brasil, China y México, y esos trabajadores están siendo explotados en el sector primario, las manufacturas (destacando las electrónicas en China) y en servicios como el comercio.
En comparación, en EE.UU. hubo, durante el mismo año, 57 539 trabajadores en situación de esclavitud laboral, según la base de datos Social Indicators of Working Conditions Database.
En otras palabras, los impactos asociados a las actividades extranjeras de las multinacionales estadounidenses duplican los casos de trabajo forzado vinculados a la producción dentro del país. Si las filiales extranjeras trasladaran esos puestos de trabajo indigno a territorio estadounidense, las instituciones de EE.UU. tendrían que responsabilizarse del triple de casos de esclavitud.
Este retroceso en términos sociales sería inaceptable en cualquier país desarrollado, puesto que menoscabaría décadas (o siglos) de progreso en el reconocimiento y protección de los derechos laborales.
Poniendo estos datos en un contexto internacional, un país imaginario compuesto por las filiales extranjeras de multinacionales estadounidenses ocuparía la novena posición en un ranking mundial de países ordenados por la huella de trabajo forzado detrás de su producción, por delante de economías de la magnitud de Rusia, Canadá o Australia.
¿Qué hay bajo la alfombra de la globalización?
Esas cifras revelan una realidad encubierta por la fragmentación de las cadenas productivas: hay miles de trabajadores en situación de esclavitud vinculados a la producción de grandes corporaciones estadounidenses.
La contratación de proveedores en países emergentes está motivada por razones económicas (menores costes laborales, menores impuestos y otras ventajas comparativas). La paradoja es que los pésimos estándares laborales en dichos países estarían fuera de la legalidad y fuertemente sancionados en Estados Unidos.
Aunque la mayor parte del trabajo forzado se concentra en países emergentes, también algunos países desarrollados muestran una carga significativa de trabajo esclavo.
Así ocurre con subsidiarias estadounidenses ubicadas en Reino Unido, Canadá e Irlanda, cuyo impacto directo e indirecto en términos de trabajo forzado se estima en nuestro artículo en 2 646, 2 472 y 1 733 víctimas, respectivamente.
En cualquier caso, los países desarrollados no son ajenos al trabajo esclavo. Las multinacionales se han convertido en un vínculo entre las víctimas de trabajo forzado y el consumidor que compra productos de reconocidas marcas estadounidenses.
El poder de cambio social de las multinacionales
Pese a todo, estas empresas están en situación de contribuir con proyectos de mejora social como la Agenda 2030, incorporándose a algunos de los retos que plantea: la erradicación del empleo indigno y la pobreza, o la lucha contra el cambio climático.
Su capacidad de cambio está en su dimensión internacional, en su alta capacidad de decisión y en las posibilidades que tienen de llevar progreso tecnológico y laboral a los países receptores de su inversión.
Si estas empresas son capaces de incorporar el compromiso con la responsabilidad y la sostenibilidad que la sociedad demanda cada vez más a las corporaciones, podrán convertirse en motores de cambio.
Para conseguirlo, es necesario que tanto los consumidores finales como los gobiernos de los países desarrollados destinatarios de sus importaciones puedan monitorizar las cadenas globales de suministro de las multinacionales.
A nivel europeo, sería deseable prestar especial atención a las decisiones de aquellas economías fiscalmente laxas, que atraen a su territorio las sedes de cientos de filiales de multinacionales.
En pos de la ética y la sostenibilidad
La consultora McKinsey Global Institute estima que en 2025 la mitad de las grandes compañías del mundo estarán radicadas en países emergentes.
Ante esta tendencia, y dado que, en palabras de Stiglitz, “las reglas del juego las han diseñado las corporaciones”, se hace necesario evaluar los patrones de deslocalización y cuantificar las víctimas de un modelo de producción y consumo insostenible.
Tras mirar bajo la alfombra y con los datos sobre la mesa, ahora es el turno para que ciudadanos, empresas y legisladores asuman responsabilidades y planteen a las multinacionales una hoja de ruta ética y sostenible.
Ángela García-Alaminos, Investigadora predoctoral, Universidad de Castilla-La Mancha; Guadalupe Arce González, Profesora Ayudante Doctora, Universidad Complutense de Madrid; Jorge Enrique Zafrilla Rodríguez, Contratado Doctor Interino - Fundamentos del Análisis Económico, Universidad de Castilla-La Mancha y Mateo Ortiz, Investigador predoctoral en Economía, Universidad de Castilla-La Mancha
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.