Juan Luis Manfredi, Universidad de Castilla-La Mancha
Aquel episodio de la memoria no ha cesado. Los terribles atentados del 11-S representaron un giro referencial en las relaciones internacionales y se han instalado como la primera nota de la historia del mundo actual. En la guerra contra el terror se cuentan 900 000 muertos directos, 38 millones de desplazados y un coste aproximado de 8 trillones de dólares. El periodo ha alumbrado un cambio estructural en los actores, las aspiraciones, las capacidades, la geografía política y la propaganda. Hoy, veinte años después, amanece una nueva grand strategy en el mundo post-americano.
En Estados Unidos, el aniversario coincide con una revisión completa de la estrategia y la política exterior del país. La competencia estratégica con China, el anhelo de paz en Oriente Próximo, la revigorización del enfrentamiento con Rusia o la preferencia por las presiones económicas frente a las militares abren un nuevo capítulo.
En un reciente memorando, se abogaba por una política exterior para la clase media, esto es, entendible y manejable para la opinión pública y, desde luego, alejada de las grandes operaciones militares.
No se renuncia al uso de la fuerza (Bosnia, Somalia, Libia), sino a la intervención permanente con el objeto de reconstruir naciones y estados. Ahí se entiende la decisión de la administración Biden y la salida acelerada de Afganistán, una guerra inconclusa.
Biden: una credibilidad cuestionada
Hoy, la credibilidad del presidente está cuestionada por una decisión que ya se conocía. Las conversaciones con los talibanes y el Acuerdo de Doha (2018-2020) indicaban el sendero de salida. Estados Unidos, abierto en canal por sus divisiones internas, confirma sus prioridades en el mundo post-covid-19.
El gasto social, las inversiones en infraestructuras y las elecciones mid term en 2022 preocupan a la clase media. El creciente aislacionismo afecta a la reputación estratégica del país. La salida desestructurada de Kabul manda un mensaje de desinterés por la recuperación del orden liberal internacional. El nuevo siglo ya no será –exclusivamente– americano.
China ha protagonizado el mayor cambio en el escenario internacional. Estos veinte años coinciden con el aniversario de su entrada en la OMC y su coronación como eje de las relaciones comerciales y la producción industrial. La riqueza ha transformado el país.
El PIB per cápita ha pasado de 1 053 a 10 500 dólares. El AIIB (Banco Asiático de Inversión en Infraestructura) representa el nuevo gran salto adelante, el vehículo preferente para la influencia a través de mecanismos financieros, préstamos y ayudas directas.
China, un imperio a su manera
China es un imperio sui generis porque carece de un plan militar al uso. Lidera las inversiones en tecnología o inteligencia artificial aplicada, pero solo tiene tres bases o puntos de apoyo logístico en el exterior. Está por definir el contenido político de las alianzas comerciales en el Pacífico; Japón, Corea del Sur o Australia han plantado cara al gigante y no parecen dispuestas a renunciar a las bases del orden político liberal. Habrá que seguir las consecuencias del pulso.
En Afganistán, China defiende sus infraestructuras y su liderazgo regional. Sin la colaboración de Pakistán para pacificar el territorio, la misión tiene poco recorrido. Si China y Pakistán consiguen acuerdos estables, ¿qué consecuencias tendrá para las relaciones con India y su indisimulado populismo nacionalista? No es interrogante menor.
Europa afronta cuatro crisis consecutivas
Europa, ya sin Angela Merkel, afronta cuatro crisis concatenadas. Al parón económico de la pandemia le sucede la incapacidad de articular un mecanismo de respuesta fiscal que fundamente el proyecto europeo al margen de liderazgos puntuales.
La crisis política tiene una dimensión exterior importante, ya sin el Reino Unido. ¿Podrá la Unión Europea desplegar una autonomía estratégica que le permita responder a las crisis venideras en un tiempo razonable? Por último, la crisis de valores se refleja en la erosión del estado de derecho y la degradación institucional. La previsible llegada de oleadas de refugiados afganos alimentará el discurso desglobalizador de los realistas europeos. ¿Dónde queda el acervo comunitario y el sueño ilustrado?
El carrusel emocional de América Latina
Otras regiones del mundo buscan su sitio. América Latina vive en su carrusel emocional de líderes pop, sin proyecto económico –Mercosur también cumple 20 años– y con muestras evidentes de desilusión social en Chile, Argentina o Colombia.
La deriva reaccionaria de Brasil no parece haber prendido en la región, aunque las formas democráticas no alcanzan un mínimo en Cuba o Venezuela. En estos veinte años, solo China ha mostrado interés por las materias primas y las infraestructuras del continente.
En Oriente Próximo, el empuje de Catar frente a Arabia Saudí puede alterar el tablero de relaciones. La cuestión afgana ha incrementado el protagonismo catarí, mientras que aquel 11-S de 2001 es una sombra en la trayectoria saudí. La polémica no ha cesado en estos veinte años. La Antártida se consolida como un nuevo territorio para explorar y explotar. África es el continente de un futuro que nunca llega. Quién sabe si las inversiones chinas en infraestructura, tecnología y explotación de materias primas alumbrarán una clase media sólida e instituciones representativas.
En otras disciplinas, el aniversario permite valorar más cambios. En materia de propaganda, los terroristas han pasado de seducir y persuadir a la prensa occidental a las decapitaciones en directo, la estética del videojuego y el uso intensivo de redes sociales. Las publicaciones de la entrada en Kabul no se distinguen del asedio al Capitolio: individuos armados con sus móviles transmiten en tiempo real y sin intermediarios periodísticos.
La propaganda alcanza nuevos estadios con memes, vídeos cortos y desinformación. En cuanto a la seguridad, la guerra convencional no parece el mejor instrumento para la política por otros medios. Los drones, la ciberseguridad o la guerra comercial son alternativas consolidadas. Tampoco la vigilancia y la inteligencia han cumplido las expectativas.
El coste psicológico para las sociedades abiertas es agotador: bastan unos cuantos individuos armados para sembrar el terror en Barcelona, Niza, Londres o París. En otro orden, el reconocimiento del gobierno talibán difumina cualquier actividad antiterrorista. Los talibanes son actores aspirantes a un control tradicional y territorial del Estado con grandes dosis de pragmatismo.
Convivir con el horror confirma la desintegración del (escaso) vigor de los derechos humanos y manda un mensaje terrible para el islamismo democrático. Vae victis!
En suma, estos veinte años empiezan y terminan en las Torres Gemelas. Allí despertamos del sueño de una gobernanza global y la expansión constante de las libertades y economía de mercado. La pulsión desglobalizadora ha resultado peor para los defensores del orden liberal, el estado de derecho y la defensa de los derechos humanos.
Sirva el aniversario para pensar el futuro de las relaciones internacionales ya con nuevos actores y prioridades reconocidas. No, el mundo ya no es como solía ser.
Juan Luis Manfredi, Profesor titular de Periodismo y Estudios Internacionales, Universidad de Castilla-La Mancha
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.