Héctor S. Martínez Sánchez-Mateos, Universidad de Castilla-La Mancha
El videojuego The Last of Us (Naughty Dog, 2013) ha marcado muchos hitos en los diez años que han pasado desde su lanzamiento. Uno de ellos ha sido utilizar los escenarios para potenciar el mensaje de la historia.
Aquí, el trabajo de escenarios trasciende lo estético y lúdico para convertirse en un instrumento dentro del conflicto de la historia.
El planteamiento del juego y la historia
El juego nos sitúa en 2033. Estamos en un mundo postapocalíptico provocado por un brote infeccioso de hongos Cordyceps que genera mutaciones en el ser humano. Altera su capacidad de control y la voluntad; los transforma en criaturas violentas y peligrosas, parecidas a los zombies. Ambientado en los Estados Unidos, se nos presenta una sociedad militarizada y violenta, con grupos humanos en decadencia y en lucha permanente por los escasos recursos que quedan.
En términos narrativos, el juego es una distopía crítica. Un tipo de relato utópico en el que el pasado es negativo y decadente. Como consecuencia del mismo el presente es caótico y en declive, pero existe una esperanza de futuro en forma de solución, una utopía.
Al comienzo surge una posible cura y, por tanto, un remedio para la sociedad: Ellie, una chica de 14 años, ha sido mordida y no desarrolla la transformación: es inmune. En la piel de Joel, debemos guiarla hasta el equipo científico que será capaz de encontrar la cura.
El mensaje: naturalismo y ecologismo
De forma complementaria al arco de los personajes, el juego plantea un mensaje naturalista, que varios autores han definido como neoecologista.
La sociedad contemporánea se caracteriza por lo artificial y somete a la naturaleza, alcanzando su máxima expresión en la ciudad. El desbordado crecimiento urbano agota los recursos y el planeta responde con una enfermedad incurable para la humanidad, responsable de todo.
Con la infección en marcha, la sociedad se autodestruye y la naturaleza comienza a retomar el control del territorio. Se invierten los términos, lo natural crece y ocupa espacios mientras que el ser humano reduce progresivamente su capacidad de vivir en la Tierra.
Este mensaje es habitual dentro del género distópico, con referencias como Soy Leyenda o La carretera. El juego propone que solo un retorno a los valores naturales puede redimir a la sociedad, que no sobrevivirá en los términos actuales. Este mensaje se comunica de diversas maneras, siendo el diseño de los escenarios una herramienta evidente.
La naturaleza y la ciudad: tesis y antítesis
El naturalismo se articula esencialmente por contraste de opuestos, usando la ciudad como símil de la sociedad humana frente a la naturaleza, lo artificial frente a lo natural: muerte/vida, fuego/agua y oscuridad/luz.
En las ciudades encontramos referencias permanentes a la muerte. Atravesamos multitud de espacios comunes: bloques de oficinas, centros comerciales, hoteles, hospitales, edificios públicos, suburbios, barrios residenciales, etc. En todos encontramos vestigios del pasado como reflejo de una forma de vida anterior. El primer acercamiento es nostálgico –Ellie quiere conocer cómo era el mundo antes del brote–, pero subyace una crítica al modo de vida urbano al exponer su fragilidad frente a la crisis.
El mundo urbano es decadente, aprisiona al individuo y aporta sufrimiento. En el juego, las ciudades no ofrecen libertad de movimiento, son peligrosos laberintos con una única dirección y obstáculos permanentes. En ellas, la única amenaza es el propio ser humano, tanto aquellos transformados por la infección como los supervivientes, que son especialmente crueles.
A estos espacios artificiales se contraponen los espacios naturales, tanto en abierto como dentro de las propias ciudades. En la naturaleza encontramos paz y tranquilidad, son ámbitos luminosos y los estímulos sensoriales invitan a la relajación. Podemos explorarlos con mayor libertad de movimientos. Se escuchan aves y se ven animales: hay vida.
The Last of Us plantea una oposición entre una distopía (antítesis) y la utopía (tesis), que es el ecologismo.
El mensaje en los escenarios está construido mediante oposición de conceptos. El fuego es una constante, presente en las ciudades como símbolo de cambio y renovación, pero también como hito espacial: bloquea el camino y señala peligro. Donde hay fuego hay cambio de dirección, tensión y amenaza.
Su contrario es el agua. En la naturaleza se presenta en forma de arroyos y pequeños cursos de aguas cristalinas que aportan tranquilidad, en contraposición al agua estancada y en descomposición de las ciudades que se deben atravesar.
El uso de la luz responde también a esta lógica. Las ciudades son oscuras, la luz apenas llega a las calles y edificios, sin energía ni electricidad.
La escasa iluminación se usa como guía para el itinerario de cada capítulo. El camino a seguir siempre está marcado por un punto luminoso en el horizonte, donde además siempre hay un elemento natural a modo de hito para enfatizar la meta. La ciudad es peligrosa y la naturaleza segura, la luz nos guía para salir de las urbes.
El movimiento y el viaje
El movimiento y el viaje son elementos que refuerzan significativamente el mensaje naturalista, tanto en la configuración de cada capítulo como dentro del esquema narrativo.
El prólogo comienza en Austin, tierra sureña de frontera. Allí vemos por primera vez el brote infeccioso y sus consecuencias inmediatas. Se muestran en secuencia los elementos que serán constantes durante todo el relato: el detonante marcado por una explosión en el centro urbano, las áreas residenciales inseguras, la ausencia de refugio en la ciudad, el fuego para orientar el camino y la inexorable salida hacia lo natural, con el carácter destructor del ser humano como constatación del desastre.
A partir de ahí nos trasladamos a Boston, que simboliza la independencia norteamericana y cuya historia se vincula a los momentos fundacionales de la nación (con un clímax narrativo entre el Museo de Historia y el Ayuntamiento). Desde Boston, el viaje continúa hacia el oeste: Wyoming, Colorado y Utah. El trayecto reproduce la colonización del país, pero en este caso simbolizando un proceso inverso: constatar la desaparición de una nación, y no su construcción.
Dentro de la narración, cada capítulo supone un itinerario marcado que no podemos alterar, desde un punto de partida hasta el final, superando los retos de juego. Estos trayectos son intrincados, laberínticos; implican entrar y salir de edificios, a menudo a través de ventanas y escaleras rotas, buceando y atravesando aguas estancadas, bajando a sótanos y subiendo rascacielos, en rutas que suelen incluir atravesar el centro urbano. Cuanto más cerca del centro, mayor peligro y mayor énfasis de los valores negativos de la ciudad.
Simboliza una vida urbana tortuosa. Hay mayores rastros de la barbarie del ser humano y es más difícil llegar al clímax de cada capítulo en espacios residenciales, de extrarradio, similares al de la casa de Joel al principio en 2013: es un continuo retorno al problema de partida.
En cambio, en las partes en las que Joel y Ellie se encuentran con naturaleza el itinerario es más abierto, podemos decidir la trayectoria para atravesar ese espacio. El mensaje no puede ser más evidente: el ser humano es libre en la naturaleza, mientras que en la ciudad se encuentra aprisionado por sus obstáculos y trabas.
Justo antes del final –Salt Lake City– el juego nos plantea el dilema entre la vida en la naturaleza o el retorno a la ciudad cuando encuentran un asentamiento rural en Jackson, donde unos colonos han creado una nueva forma de vida en equilibrio con el entorno.
Aquí es donde el viaje y los lugares se adaptan al mensaje de nuevo para crear una simbología que refuerza el conflicto de los personajes.
Ahora que llega la adaptación como serie podremos comprobar si este mensaje y estos recursos se mantienen. El hecho de que Neil Druckmann, desarrollador original del juego, esté al frente del proyecto audiovisual junto a Craig Mazin, que ya introdujo en su anterior serie (Chernobyl, 2019, HBO) aspectos similares a estos, hacen anticipar que así será.
Héctor S. Martínez Sánchez-Mateos, Profesor Titular de Geografía Humana, Universidad de Castilla-La Mancha
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.